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El cuarto innombrable


Hablando con mi hijo sobre su inicio en el colegio. Rememoré la primera vez que fui a la escuela.

Reviví la entrada al cole, como si fuera ayer. Esos nervios, miedo de separarme de mi madre. Cuando mi mamá me dijo de ir a la escuela, agarré mi mochila, como nunca más la volví a coger. Esa sensación de encontrar algo nuevo, de vivir una nueva experiencia, las ganas de aprender y de disfrutar con otros niños. Todas esas cosas soñadas que uno tiene en su cabeza, cuando por primera vez entras al colegio.

Salía con una sonrisa de oreja a oreja, acompañado de la persona que, en cuatro años nunca se separó de mí. Con unas zapatillas blancas, pantalón de pana color crema, polo azul marino con una raya blanca en el centro y bata con cuadrados blancos y azul claro. Mis ojos azules, piel blanquecina y el pelo rubio a tazón. De la mano de mi madre, bajaba jugando hasta el centro.

Cuando llegué allí, el cielo se me echo encima. Veía corretear a muchos niños, llorar, gritar, gente y más gente. Teniendo un pánico al bullicio. Me pare en seco y arranqué a llorar.

- ¡Mamá no! ¡Mamá no quiero! - Repetía una y otra vez.

Quería volver a mi casa, quedarme en la seguridad. En mi mundo. Arrastrándome, me llevó a mi aula. Allí se encontraba mi maestra, Laura, que siempre la recuerdo con cariño. Una joven muy guapa, pelo castaño claro, media melena, bajita, algo delgada y con gafas. Lo que más me atraía, era su simpatía y dulce voz. Entre las dos me agarraron, pero no podían conmigo. La profesora pidió a mi madre amablemente, que me acompañara a clase. Engañándome, terminé entrando. Me sentó en una sillita con otros niños. Empezó la clase con mi progenitora a mi lado, ya me quedé más tranquilo.

Ellas cuchicheaban entre susurros, no podía escucharlas. Mi madre pidió ir al baño, me dejó allí y yo esperé. Cuando quise darme cuenta, había desaparecido. Nervioso me asomé a la ventana, viéndola alejarse. Corrí hacia la puerta gritando. Mi maestra me agarró como pudo, pero me escapé. En ese momento me dirigí al portón que daba a la calle. De repente, me topé con un hombre mayor, Antonio, el conserje. Alto de piel morena, pelo oscuro, gafas grandes con cristales amarillentos. Con una voz ronca muy imponente. Deje de llorar, de correr y de todo. Quede petrificado. Me agarró y me llevó de la mano de nuevo al centro. Él estuvo hablándome durante el trayecto, pero no entendía nada. Me dejó en un oscuro pasillo, frente una puerta de hierro color teja.

- Los niños que no se portan bien, entran aquí, en el “Cuarto de las ratas" - dijo el guarda.

Me llevo hasta mi aula donde esperaba mi profesora. Me senté sin rechistar. Desde aquel día, jamás volví a moverme de la silla en la clase.


Autor: Juan José Serrano Picadizo

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