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El día de mi boda


Me metí en el baño para darme una ducha y relajarme. Sabía que tendría una noche difícil, mañana iba a ser un día muy importante para mí. No paraba de mirar el reloj, que parecía correr más que nunca. Ya en la cama continuaba nervioso dándole vueltas, colocando la almohada de mil formas, tapando mis oídos, encendiendo y apagando la luz. De pronto me llegó un mensaje al WhatsApp.

– Mi amorcito: ¿Estás nervioso? – Sí, mucho, ¿y tú? – Mi amorcito: Mucho, pero estoy muy contenta. – Yo también. ¿Crees que irá? – Mi amorcito: ¿Quién? – Mi jefe. – Mi amorcito: ¡Otra vez con lo mismo! – Llevo poco en el trabajo, tengo mis dudas. Luis me contó que sí fue a su boda y le hizo un buen regalo. – Mi amorcito: ¿Quieres que lo compruebe? – No, ya sabes que no me gustan esas cosas. – Mi amorcito: Vale... – Bueno, mi amor, vamos pronto a descansar, que mañana es el gran día. – Mi amorcito: Te amo, mi amor, descansa. – Yo más.

Había dormido a duras penas. Me desperté al menos cinco veces a hacer pis. En algunas ocasiones solo para mirar la hora. Había llegado el momento, solo quedaba una hora para mi casamiento. Mi madre estaba más nerviosa que yo. Me metió la chaqueta por los pies y el pantalón por el brazo. No digo nada de lo que me puso en la cabeza. Llegó el fotógrafo y aún no había nada preparado, todo fue rápido y con prisas. Algunas fotos no salían bien, o faltaban familiares para hacer las fotos. El fotógrafo se marchó a casa de mi futura esposa muy enfadado. Llegó mi tío con su coche para recogerme. El coche, un Ford Fiesta rojo, con un sombrero gigante encima, una pajarita y un bigote gigante en el parachoques. No podía darme más vergüenza. Llegamos antes de tiempo a la ceremonia, todo estaba cerrado. Los invitados esperaban en la puerta enfadados, el salón no abría sus puertas hasta que llegara el organizador, que ese día se acostó tarde. Estuvo toda la noche de fiesta y llegó borracho. Yo ya no cabía en mí, ¿Cómo podía estar pasando todo eso? Me bajé del coche y entré por la puerta. – ¡Oiga! No puede pasar. – ¡Soy el novio! ¿Qué cojones está pasando aquí? – El organizador aún no ha llegado y tampoco el alcalde. – ¿¡Cómo!? ¿No se les dijo la hora de la ceremonia? – Sí, sí, a las dos. – ¿¡Qué!? ¡Era a las una! – Pues lo siento, ha habido un error con el horario. Esperando en la puerta, llamando a decenas de invitados para que esperaran en algún lado antes de entrar, llegó la novia. – ¿Qué pasa? - Preguntó mi suegro. – Nada, una confusión con la hora. – ¿¡Cómo!? ¿No era a las dos? – ¡Qué dos! Era a la una. – Mi hija me dijo que a las dos. – Va... al final el tonto soy yo. En ese momento el organizador abrió la puerta. Tenía los pelos a lo loco, la camisa medio fuera... me acerqué hacia él. – ¡Oye! ¿No se dijo que a la una? – ¡Sí! Pero se llamó a tu esposa para cambiar la hora porque no podía el alcalde. – Claro, y no me pueden llamar a mí. Me monté en el coche a regañadientes. Entramos en el jardín donde se celebraba la ceremonia, salí del coche y entré en el palco donde debíamos sentarnos los novios. Todos se sentaron al mismo tiempo en los bancos. Colocaron la canción para la entrada de la novia en su coche, una limusina blanca, preciosa, y ella se bajó bellísima con su vestido. Cuando colocó el pie en el suelo, comenzó a llover. La novia, junto a mi suegro, corrían para no mojarse hasta el palco. Todos los presentes reían y aplaudían diciendo: "Novia mojada, novia afortunada". La madre y la abuela lloraban por el vestido. Yo ya no sabía qué hacer, si reír, llorar o tirarme a la fuente de al lado. Al final la ceremonia, a pesar del agua, salió bien. Entramos al salón donde esperaban los invitados. Saludamos a todos en la entrada y ahí estaba mi jefe. Era el único que no se levantó para la entrada de los novios. Yo le hacía señales a mi esposa, diciendo dónde estaba sentado. Mi mujer me sonreía falsamente, como diciendo, si ya lo he visto. Nos sentamos en la mesa nupcial y llegó un grupo de músicos de tuna. Todos se levantaron a bailar y a festejar. Mi suegra bailó conmigo y mi mujer con mi padre. Yo me puse más nervioso y avergonzado. Comimos una buena comida, nos hicimos fotos con los presentes, sacaron la tarta e hicimos la típica cogida de la novia. Todo fue perfecto hasta la hora de la recogida de regalos y sobres con dinero de los invitados. Mi mujer y yo esperábamos la llegada de mi jefe. Nervioso, veía pasar a todos los invitados sonrientes y agradecidos por la velada. Hasta llegar mi jefe. – ¡Buenas tardes! Todo estaba muy rico y me lo he pasado muy bien, un abrazo. Estarás contento, ¿No? – Sí, mucho. – Toma, mi regalo. – ¡Oh! ¿Tanto? No tenías por qué. – Para su viaje de novios, que lo pasen muy bien. – Gracias, es usted muy amable. – ¡Espera! Tienes que firmar aquí. – ¡Qué! ¿Para qué? – Es tu finiquito y el sueldo de este mes, tenemos que incorporar a otro en tu puesto, por el tiempo que estés de vacaciones. – ¡Pero es usted un sinvergüenza! - Dijo mi suegro. – Pero... ¿me incorporarán después? – ¡Claro! Tu pásate cuando acaben tus vacaciones y hablamos en mi oficina. Adiós y gracias por la velada. Mi jefe se marchó dejándome con la palabra en la boca. Me quedé petrificado. Mi mujer me agarró de la mano para consolarme. A mi suegro se lo llevaban los demonios por el enfado. Seguimos con el baile al acabar de pasar los invitados. Cuando de repente. – ¡Manuel! Están la ambulancia y la policía en la puerta ‐ Me dijo mi primo hermano. – ¿¡Qué ha pasado!? Corriendo, salí a la puerta junto a mi mujer, mis suegros y mis padres. – Es tu jefe, le ha dado un infarto. – ¡Anda ya! ¿Cómo es posible? Miré a mi mujer con cara furiosa. Ella me quitó la mirada nerviosa. – ¡A mí no me mires así! Yo no he sido. – Por favor, cariño, te dije que no me gustaban esas cosas, ya sé que eres bruja, pero no tenías por qué hacer eso. Mi mujer se enfadó, se marchó a seguir con el baile, negando que hubiera sido ella. – Tranquilo, mi hijito, no ha sido tu mujer, he sido yo, se lo merecía, el muy hijo de perra – Dijo mi suegra, con una estampilla de la Santa en la mano. Al final de la noche, me llegó la noticia de que mi jefe había muerto. – Toma, los papeles que habías firmado. Se los agarré a tu jefe cuando lo marqué con la muerte. – Me entregó mi suegra. Yo no sabía qué hacer con esos papeles, si quemarlos, dejarlos o llevarlos a su oficina y seguir como si nada. Después de una charla con mi mujer, decidí seguir trabajando en la empresa y guardé mis papeles para que no los viera nadie. Al final me estaba gustando esto de la brujería. Espero que nunca se enfade conmigo.


Autor: Juan José Serrano Picadizo

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