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Perdida en el tiempo


Llevaba como diez años, ya ni lo recuerdo, sin mirar la televisión. No escuchaba noticias, y mucho menos veía mis programas y series favoritas. Empecé a caer en el vicio de las nuevas tecnologías. Primero comencé con los ordenadores, seguido con los nuevos Smartphone de última generación. Olvidé por completo todo tipo de vida que brotaba fuera de cuatro paredes. Dejé los estudios y cualquier pasatiempo del pasado.

Busqué un trabajo porque no tenía más remedio. Me adapté de inmediato a la rutina, dormir cinco horas diarias, trabajar diez, y las sobrantes las ocupaba jugando videojuegos o malgastando el tiempo con internet. En las redes sociales hacía lo cotidiano, cotillear con las amigas era una de mis aficiones preferidas. El pijama formaba parte de mi vestuario habitual, aparte del uniforme.

En la oficina apenas me involucraba con los compañeros para cualquier evento o trabajo en equipo. Solía escuchar murmurar entre los presentes el gracioso nombre con el que me apodaban: "La muda". Cuando quedaban para tomar algo no contaban conmigo, aunque por mi parte tampoco tenía ganas de salir a ningún lado. Decidí vivir lejos de mi familia y amigos. Mi pasado favoreció a mi destino para que la vida me diera la espalda, y yo se la devolvía apartada del mundo.

Aquel día desperté con prisa porque llegaba tarde al trabajo. Las horas de juego nocturno se habían alargado un poco más de la cuenta. Bajaba pensativa, en lo que parecía una eternidad, el trayecto ordinario del ascensor. Rebuscando en mi bolso, seguido de mis bolsillos, recordé que olvidaba el tabaco. Subía otra vez sin parar de mirar la hora en mi Smartphone, con el pánico de ver los minutos pasar más veloces que nunca.

Me monté impaciente en mi moto, colocándome el casco por el camino. Tomando la primera calle noté la vibración y el sonido molesto del dichoso móvil. Conseguí encontrarlo, dejándome atónita al descubrir quién llamaba. No sabiendo qué hacer, perdí la mirada al frente por unos segundos. Cuando levanté la cabeza no me dio tiempo a reaccionar. Una anciana cargada de bolsas me sorprendió, provocando un accidente. El vehículo se deslizó por el suelo unos metros, dejándome bastante magullada. Dolorida, me levanté buscando a la señora, pero ya no estaba. Muy nerviosa pregunté desesperada entre los viandantes, que negaban haber visto nada. Cargando mi moto, seguí buscando a la inusual anciana, sin éxito, por todo el perímetro. Frustrada volvió a sonar el Smartphone.

– ¡Arnion! Menos mal que lo ha cogido. ¿Has terminado la lista de clientes que te ofrecí? – ¡Buenos días! Lo siento, no la he terminado. Tampoco puedo ir a trabajar hoy, he tenido un accidente con mi moto. – ¡Caramba! ¿¡Te encuentras bien!? – Sí, gracias a Dios. Voy camino a urgencias. – Bueno, ya me vas informando con lo que te dicen. Tómate el día libre. – Gracias, ya te informo con lo que sea. Salí de urgencias con una muñeca torcida y varios moretones en diferentes lugares de mi cuerpo. Marché distraída camino a casa, meditando lo ocurrido. El cielo comenzó a cubrirse dejando caer las primeras gotas de lluvia. Entré rápidamente en casa para descansar, tomando un té caliente. Oscurecida por la tormenta, me acerqué a mirar por la ventana. Soplaba la taza de té pensativa, observando cómo los transeúntes cruzaban atrevidos la calzada. Entre ellos distinguía de nuevo a la anciana sin paraguas, caminando desorientada con las mismas bolsas que cargaba en sus manos. Dejé la taza y me coloqué mi chaqueta. Esta vez bajé apresurada por las escaleras, sorteando algún que otro vecino. Me cubrí con la capucha de la chaqueta para salir bajo el intenso aguacero. Empapada, conseguí encontrar a la señora que, despistada como iba, continuaba caminando a las afueras de la ciudad.

– ¡Oiga! ¡Señora!

Al escuchar mis gritos la anciana frenó, girando su cabeza para mirar.

– ¿Qué ocurre niña? ¿Me llamas a mí? – ¡Sí! ¡Buenas tardes! ¿¡Está usted bien!? ¿¡No se fijó esta mañana en que casi me mata!? – ¿¡Quién!? ¿¡Yo!? No la he visto en mi vida, hija mía, lo siento. ¿Me lleva a la calle Hortensia?, no encuentro la casa de mi hermana. – Esa calle está en la otra punta de la ciudad. Venga, deje que le lleve yo las bolsas.

Agarrada de su brazo la acompañé, con paso cansino, hasta la dirección que buscaba. Por el camino la señora me contaba bellas anécdotas de su vida, que fascinada y encantada, escuchaba con entusiasmo.

– Entonces usted se llama Enriqueta y su hermana Isidora. – Mi hermana siempre se metía en muchos líos. De pequeña se cayó dentro de una espuerta y bajó rodando una montaña. – ¡Caray! ¿Y no le pasó nada? – Se pegó con un tronco de oliva y le pusieron doce puntos de sutura en la cabeza. – ¡Ay! ¡Qué dolor! ¿Era en la calle Hortensia, verdad? – No..., en la calle Ortega. – No puede ser, eso está en el otro lado.

Confundidas, dimos media vuelta en la dirección que decía la señora.

– Cuénteme usted más sobre su hermana. – Siempre se metía en muchos líos. Era un bicho de pequeña. Se cayó en una espuerta y rodó por una montaña. – Enriqueta, eso ya me lo ha contado cuatro veces. ¿No tiene otra historia para contarme? – Lo siento, hija, no me había dado cuenta. La anciana siguió contándome la misma historia una y otra vez. Comencé a darme cuenta de que padecía algún tipo de enfermedad.

– ¿Por qué sale usted sola? – Salí un momento a hacer la compra y de camino recordé que podía visitar a mi hermana. – ¿La visita mucho? – No, hija, llevo mucho tiempo sin visitarla. Por eso estoy algo preocupada. – Ya casi estamos en la dirección correcta.

Doblamos una esquina, donde por fin se encontraba la perdida casa de Isidora.

– ¡Abuela! ¿¡Qué hace usted aquí!? – ¿¡Es tu abuela!? – Sí, se escapó anoche de casa. Llevamos buscándola todo el día. – ¿¡Escapó!? ¿Cómo que se ha escapado? – Sufre de demencia senil. – Enriqueta, ya me lo podías haber contado. – ¿¡Enriqueta!? Se llama Isidora. Enriqueta se llamaba mi tía abuela, que murió joven. – Ahora entiendo por qué se metía en tantos líos. – Le agradezco mucho que la haya cuidado. – ¡No me dejes con este demonio, que me quieren matar! – Qué pena... Espere, que se deja la compra. – ¿¡Qué compra!? No tiene dinero para comprar nada. – Entonces...

Cuando miré en su interior no podía curarme del espanto. Las bolsas contenían plásticos y desechos de basura podridas. Continué cabizbaja hasta mi casa, pensando en la pobre anciana. Cuando llegué a mi domicilio me despojé de mi ropa mojada para meterme en la ducha. Me acerqué para mirarme al espejo, quedando hechizada en mi pensamiento. En el reflejo sollozaba viendo a Isidora.


Autor: Juan José Serrano Picadizo

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