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Sr. Triste Pepino


Salía el sol por la montaña tras unas copiosas tormentas de cellisca, vestida de un bello y reluciente tono blanquecino. Los chiquillos del pueblo se agolpaban en las laderas para arrastrar sus trineos y jugar con la abundante nevada. Entre los estruendosos canijos había uno singular, Ameno, que se distraía apartado de los demás. El crío acumulaba la blanca nieve con sutileza creando un lindo muñeco. Con el empeño de darle vida, despojaba su indumentaria poco a poco. Inició con el gorro de lana, posteriormente la bufanda y finalmente su abrigo. Allá a lejos otro niño, curioseando, se acercó admirando la hermosa obra.

– ¡Guau...! ¡Qué bonito muñeco! ‐ Exclamó. – Toma, para los ojos. - Dijo, arrancando dos botones de su abrigo.

Otro prudente chiquillo se acercó alegre al contemplar la obra.

– ¡Qué chulo...! Toma, para la boca. - Dijo, retirando el cordón de su chaqueta.

Cruzando con su trineo, otro indiscreto niño se acercó entusiasmado por el trabajo.

– ¡Caramba! - Exclamó. – Toma, para los brazos. - Dijo, cogiendo dos ramas secas de un árbol.

Las nubes comenzaron a aglomerarse, seguido de una ventisca. Las madres, preocupadas, alertaban a los chiquillos para que regresaran a su hogar. Ellos, preocupados por el solitario muñeco, se marchaban afligidos. El chico pegado a la ventana lo contemplaba a través de la tormenta. El muñeco parecía apenado, su boca después de estar sonriente ahora estaba arqueada hacia abajo. Los relucientes ojos ahora estaban apagados y lacrimosos.

‐ ¡Llora porque le falta una nariz! - Manifestó el niño.

Correteó a la cocina para buscar una zanahoria, sin éxito. Rebuscando por toda la estancia distinguió un pequeño pepino. Se colocó toda su vestimenta, aproximándose rápido para colocar la nariz al muñeco. El feroz viento empujaba con fuerza, derribando al pequeño. La intensa nieve ocultó el débil cuerpo del niño dejándolo atrapado. Los chiquillos, que observaron lo ocurrido, acudieron a rescatarlo. Los cuatro niños, aferrados los unos a los otros, caminaban cansinos por la espesura de la nieve, colocando con éxito la nariz al muñeco. Triunfantes admiraban la obra con los nuevos rayos de sol. Las nubes escampaban lentamente, apaciguada la tormenta. Reluciente, el muñeco seguía estando triste.

– ¡No lo entiendo! ¡Si ya tiene una nariz! - Dijo uno de los niños.

– ¿Puede ser que quiera una zanahoria? - Preguntaba otro.

– ¡Ya sé! ¡Le falta un nombre! - Exclamó uno de ellos.

– Lo llamaré, señor Triste Pepino. - Concluyó el creador.

Con la sensación de un trabajo bien hecho, los niños se marcharon a casa. Ameno volvió a asomarse a la ventana, disfrutaba contemplando a señor Triste Pepino, y fue entonces cuando se dio cuenta que volvía a sonreír.


Autor: Juan José Serrano Picadizo

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